Todos llevamos a una bestia dentro. Y a veces se desata. Porque cuando alguien traspasa tus líneas rojas solo puedes responder desde el instinto más feroz, pura supervivencia. O tú o yo. Es lo que les ocurrió a las vecinas de La impaciencia de las mariposas, la primera obra de teatro escrita por Fátima Frutos. La realidad solo les dejó esa salida. Era todo o nada, y eligieron salvar su dignidad y mandar a los cuatro vientos un mensaje de justicia y reparación.

La obra va de eso, de compensar un desagravio brutal, o muchos. La sombra de la iglesia abusadora es alargada. Es un tema incómodo, claro, sobre todo para las víctimas. Un trauma para mucha gente, y más para las mujeres. Ellas sufrieron la represión más cruda de un sistema político-religioso desalmado. Y esta historia, que podría ser la de muchas, refleja algo de eso.
En un bloque de pisos de una ciudad del norte de la península conviven Filo, Charo, Maritxu y una niña, Amanda. En ese microcosmos se reflejan, como en un charco de agua estancada, algunas de las miserias de esos tiempos. Y donde ellas eran poco más que un adorno en un escaparate. Ninguneadas, manoseadas, reducidas a habitar sus casas y «sus labores». Pero de repente, un día todo cambia.

La paciencia salta en pedazos, «¡¡Ya no vas a tocar a ni una más!!», ruge una voz. El aire se vuelve extraño, mezcla de satisfacción y también de angustia por lo que pueda pasar. La lectura se vuelve tensa. Te sientes ahí, en ese salón, sufriendo con ellas, con el frío y la incertidumbre acechando detrás de las cortinas. Tienen que salvarse, lo deseas, quieres que estas mujeres de ideologías y circunstancias dispares estén bien. Por favor…
Porque ahí reconoces a tus abuelas, a tus hermanas, a tus tías, a tu madre e incluso a tus hijas. En sus diálogos y sus miedos empatizas con su lucha, con las ganas de vivir como cualquier ser humano, con la rebeldía y con los arrebatos de humor negro y los momentos surrealistas. Y lloras, ríes y te entran ganas de abrazarlas y de arrimar el hombro, decirles que no están solas. Y que sí, que esta vez se acabó el sufrir.
La primera obra de teatro de Fátima Frutos transmite una fuerza descomunal. Y a Reikiavik Ediciones le fascinan este tipo de personajes porque crean consciencia. Se les da voz a quienes fueron silenciadas y en cierto modo se hace algo de justicia. Ahora, lo único que anhelamos es ver esta obra sobre las tablas de algún teatro, y que actrices de carne y hueso encarnen el espíritu de estas luchadoras para aplaudirlas hasta que nos duelan las manos cuando baje el telón. Gracias.