Juntarnos para hablar de literatura, teatro, creación, filosofía, humor, espiritualidad, miedos y esperanzas, pasión y compasión, de la vida en general. Reunirnos alrededor del fuego para escuchar historias y conocer a sus protagonistas, para nutrirnos de la experiencia de quienes inventan mundos y relatos que antes no existían, para ensanchar nuestra realidad y, en definitiva, ser más felices. Para eso (y para vender y llevarse un garabato de recuerdo) sirven las presentaciones de los libros.
En la trastienda de una presentación hay un antes, un durante y un después. Sabes de lo que vas a hablar, claro, «pero si lo has escrito tú», te reprochas, pero los nervios afloran. El público estará muy cerquita, en silencio, un montón de ojos seguirán tus movimientos, sin perder detalle. «¿Me queda bien este jersey?», dudas. Quedas en una cafetería a 20 metros del lugar. Ahora piensas en algo peor, «¿vendrá gente?». Vendrá quien tenga que venir, se oye una voz. Venga, equipo, ¡a por ellos! Falta media hora. A ver, estructura, quién abre la boca primero, por dónde empezamos, ¿leemos un párrafo?…
¡Hola, buenas tardes!
Presentar un libro es lanzarse al vacío. Llevas paracaídas, pero no sabes si se abrirá. Quizá hoy no fluya tu oratoria o sueltes una broma que nadie entienda, o peor, acudan cuatro gatos. La incertidumbre, a no ser que te llames J.K, Rowling, es tu compañera de camino. Sin embargo, desde este lado del telón, sabes que todos querrían sentarse donde estás tú y haber vivido la experiencia de escribir el relato que les hizo reflexionar sobre la condición humana o volar por encima de los tejados.
Presentar un libro es acercar a la gente que escribe y a la que lee. ¿Cómo habla quien narró con tanto humor los terrores que nos atenazan? ¿De qué modo gesticula esa autora que me abrió los ojos a las injusticias de este planeta? Y más allá de eso surgen preguntas que pueden resolverse, o no, en el intercambio. Descubrir aspectos nuevos de ese personaje que te encandiló o incluso mantener una conversación de tú a tú y llevarte de regalo una mirada, o mejor, un abrazo.
Compartir el instante
Presentar un libro es entregarse a la magia del instante. ¿Qué sucederá hoy? Imposible adivinarlo. Sabes cómo empiezas, pero jamás cómo acabas. La magia del instante es habitar el presente puro, actitud zen, y vivirlo sin pensar en el mañana (y menos en el pasado). Solo existe este momento, nosotros, vosotros, una libreta con apuntes, dos botellines de agua y miles de páginas flotando en el aire. Cada presentación es única. Pueden tornarse familiares o salir humorísticas, o quizá muy emotivas porque ese día, por lo que sea, los astros dijeron que sí, hoy toca llorera.
Presentar un libro también es descubrir sus casas: las librerías. Las hay de todo tipo, con escaleras de caracol y diminutas, monotemáticas, universales, modernuquis, silenciosas, caóticas e incluso con carta de cafés para mojar un bizcocho entre frase y frase. Unas siguen resistiendo y otras ya pasaron a mejor vida. Hemos conocido a muchas, casi todas por su nombre de pila: Yorick, Acuario, Calders, Altair, e incluso una que nos declaró su amor a primera vista en un barrio de Barcelona, la Librería Té Quiero.
Presentar un libro es también la excusa perfecta para hacer otras cosas relacionadas con lo que se cuenta en las páginas. Por ejemplo, traducir en directo los bertsos de Uxue Alberdi, maridar pasajes de una novela como Entrañas, de Danele Sarriugarte, con una birras artesanas, practicar una meditación guiada, darle candela al reiki con algún ejercicio de los libros de Hiroshi Doi o el de Raven Keyes o ¿por qué no?, llevarte una dedicatoria directa del cielo de parte del canalizador Alberto López (Las raíces del alma).
Presentar un libro es aprender de ti y de los demás. Siempre te llevas algo, aunque no quieras. Una frase inspiradora, o el título de un libro que fue una referencia fundamental para el autor o la autora y le ayudó a construir la trama (¡apuntado!), una anécdota oculta en el proceso de creación, o de repente, una pregunta fugaz que te revela una perspectiva en la que no habías reparado antes. «Anda, pues es verdad». Pero por encima de todo, te llevas ganas de leer más, y de que el arte de la escritura siga alimentando tu curiosidad por lo divino y humano.